20 de enero de 2007

PALABROFLEXIA


Los estados de violencia no sólo causan daños en las personas. Las bombas no sólo destruyen vidas y bienes. En todas las situaciones de sinrazón y barbarie hay otra víctima que pasa inadvertida: el lenguaje. Una sociedad sana es aquella en la que las palabras significan lo mismo para todo el mundo porque no han sido manoseadas, adulteradas, traídas y llevadas a trompicones por la sinrazón retórica de los usuarios. Es cierto que la política moderna ya nos tiene acostumbrados a las jergas y a las neolenguas en las que cada cual toma de los vocablos el significado que más le conviene. En eso consiste la polisemia, al fin y al cabo. Y para eso están los diccionarios y el fino oído de cada receptor. Dentro de unos límites razonables, el hablante común aprende a desenvolverse entre tanta bulla y sabe que palabras como «ciudadanía», «derechos» o «autoridad» denotan realidades ligeramente diferentes según quien las pronuncie. Pero cuando el ruido de las detonaciones sacude también al lenguaje, no se trata de un simple problema de interpretación. Es un delito de saqueo. La siniestra abertzale y la banda terrorista ya han dado todas las vueltas de turca imaginables a una expresión tan clara en apariencia como «alto el fuego», hasta tratar de hacernos creer que son sus propietarios. Se supone que eso les autoriza a trasladarla al absurdo adjudicándole el significado contrario: el alto el fuego sigue vigente, según ellos, después de haber matado y destruido. Humpty Dumpty no se habría atrevido a tanto. A partir de ahí ya no hay límites. Es posible llamar a cualquier cosa de cualquier modo. Un crimen puede ser un «accidente» y un documento legal en un «papelito». Basta con que alguien decida hacer una lista de palabras proscritas para que éstas ya queden inservibles. Pero por eso mismo, por no caer en las mismas vilezas que los terroristas y sus comparsas, sería bueno que nadie osara adueñarse de ningún término. ¿Por qué entonces palabras como «paz», «diálogo» o «libertad» han caído tan bajo que son subastadas en el mercado de los intereses partidistas y puestas a la altura de una pancarta? No creo que nadie pueda arrogarse la propiedad del término «diálogo», que si a alguien pertenece tendría que ser al viejo Platón. Si tuviera dudas sobre el significado de «paz», lo buscaría en Gandhi y no en unos politicuchos del tres al cuarto que han decidido condenarla al silencio. Tampoco me explico que después de Éluard y de Moustaki haya quien se atreva a apropiarse de «libertad». El peor efecto colateral de las bombas, después de las vidas humanas, son las palabras que dejan sepultadas entre escombros y las que, botín de guerra, acaban expoliadas por los amigos de la palabroflexia.


Publicado en El Correo, 13.1.07, y en El Norte de Castilla, 14.1.07.
(Imagen: William Hogarth, La visita del charlatán, 1743)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y es que hablar sirve, principalmente, para dos cosas bien distintas: una, para lo que entendemos como diálogo, tal como lo define el diccionario; y otra para marcar el territorio, dejando cagajones y meadas en trochas y pedruscos como cualquier animal territorial, como señal, como bandera, como parapeto, como muro almenado, como...

alvarhillo dijo...

Dicen que en todas las guerras la verdad es la primera víctima.