18 de febrero de 2012

Iconos, íconos, ídolos


Una nueva categoría en el desconcertante universo de la fama: el «icono». Parece ser que la alcanzan las personalidades destacadas en un área de actividad («Antoni Tàpies, icono del arte abstracto», reza un titular de prensa), aclamadas por un público numeroso («Murió Whitney Houston, un icono de la música pop», se puede leer en otro) o representativas de una corriente, estilo, tendencia o valor («Montaigne, icono de la libertad», según otro). Pero no es ese el significado de «icono» (o «ícono», en pronunciación esdrújula también admitida por la RAE). De referirse en origen a las figuras religiosas del arte bizantino,  el término «icono» pasó a designar otras imágenes y signos, y en particular aquellos que la Semiología clasifica agrupados bajo un rasgo común: la semejanza con el referente. Así, los «iconos» se oponen a los «símbolos» puesto que, mientras los primeros se parecen a la cosa representada (como ocurre en las señales de tráfico donde aparece la silueta de un caminante para advertir de un paso de peatones, o en las figuras del ordenador donde el dibujo de una pluma remite a una aplicación de tratamiento de textos), en los segundos esa relación es arbitraria. Así pues, con este nuevo uso de «icono» asistimos a la anomalía semántica de que una palabra invada el terreno de otra con significado opuesto. Un cantante famoso, un escritor clásico o un pintor de primer orden pueden ser «símbolos», o, si se prefiere, «emblemas», «figuras», «divisas» o «ejemplos» de aquello con lo que se les relaciona. Pero de ningún modo «iconos», por muy admirados que sean. Y si de veneraciones hablamos, para eso está mejor «ídolo», de fonética tan cercana: 'persona o cosa amada o admirada con exaltación'. 

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